Para eso, mejor andar descalzo...

martes, 15 de marzo de 2011

Sentir o sentir.

Siento que cada beso que nos damos sea el último… aunque vengan otros después. 
Siento que cada te quiero que pasa por mi mente, por mi garganta, no se oiga... porque no se diga.
Siento mucho no sentir el tacto suave de tus dedos deslizándose por mi espalda... como siempre.
Siento que mis manos no recorran tu cuerpo como siempre quisiste… como nunca sentiste.
Siento que cada noche no sea eterna, y que el sol rompa cada mañana el hilo que nos mantiene unidos en sueños. 
Siento que ésta sea la última vez… y más siento que no sea la primera. 
Siento morderte los labios en cada ataque apasionado que desatabas con tu mirada… siento no hacerlo ahora..
Siento haber reído a tu lado para olvidarlo todo… y a todos. 
Siento no haber llorado cuando entre lágrimas me lo pedías… y me exigías.
Siento que el póster de la pared sea de Elvis, y no de los Beatles como a ti te gustaría.
Siento si te ofendo con mis actos… aunque siento no ofenderme.
Siento perderte. Más siento no haberte ganado nunca.
Siento sentir tantas cosas… y sentir tan pocas.


Cécile & Vallés

lunes, 14 de marzo de 2011

Sentir o no sentir.

Siento que cada beso, incluso el primero, sea el último. Aunque venga otro después. 
Siento que cada te quiero, no se oiga, porque no se diga.
Siento mucho que esos dedos no me toquen como siempre.
Siento que estos dedos no te toquen como nunca.
Siento que cada noche no sea eterna. Y venga mañana una mañana a despertarnos de dormir. O tal vez, tan solo de soñar. 
Siento que esta sea la última vez.
Siento que no sea la primera. 
Siento morderte los labios. 
Siento no hacerlo.
Siento haber reído. 
Siento no haber llorado cuando debía.
Siento que el póster de la pared sea de Elvis, y no de los Beatles como a ti te gustaría.
Siento si te ofendo.
Siento perderte.
Siento, no haberte ganado todavía.
Siento sentir tantas cosas. 
Y sentir tan pocas.


sábado, 5 de marzo de 2011

Amaneceres.


Recuerdo la primera vez que me invitaste a subir a tu piso. Era un sábado, o un viernes, no lo recuerdo bien. Sería febrero. Llovía, y el frío calaba hasta el último rincón de mi alma. Bastante caliente por aquel entonces. Recuerdo que los primeros rayos de sol ya comenzaban a despuntar por entre las antenas y pararrayos de las chabolas verticales de tu barrio. No hizo falta un “¿Subes?”. No hicieron falta palabras. Más que un gesto con la cabeza, y un beso para cerrar el trato. Subimos al ascensor, que no nos llevó al séptimo cielo. Ni siquiera al primero. Pero se estaba bien, allí donde fuese que nos había llevado. El frío seguía calándome, pero tú supiste bien como acabar con él. Bastó con una última copa entre tus brazos, y un puñado de besos en el momento, y en lugar oportuno.

Continuamos estudiándonos mutuamente durante largo rato. Posiblemente, incluso horas. No teníamos ningún trabajo al que asistir, ni ningún tren que perder. Fuera de tu habitación el mundo se podría haber ido a tomar por culo. No nos hubiese importado.

Tus últimas prendas comenzaban a tocar el suelo. Dejando a cambio una dosis de realidad. A veces agradable, y otras, no tanto. Recuerdo, por ejemplo, la decepción que me dieron tus tetas. Aparentaban mucho más bajo el sujetador. Y de hecho, fueron ellas las que en gran parte me llevaron hasta allí, y no tus ojos verdes, del mismo color que la yerba que solías fumar, como te había prometido. Como te había mentido. Una por otra. Me enseñaste así a no fiarme más de las mujeres. Con ropa, siempre engañan. Sin ella, no son capaces.

Recuerdo el olor a saliva, sudor, y tal vez, en los últimos instantes, incluso se oliese un poco el amor que quería salir, aunque ninguno de los dos se lo permitimos. Recuerdo cuando al día siguiente me fui, mojándome todo el camino hasta casa. No me importaba. Y también recuerdo lo que me costó quitarme el olor a coño de los dedos.

Sabes de sobra que no fuiste la primera, y que vinieron otras después, pero ése fue sin duda, mi mejor amanecer.