Para eso, mejor andar descalzo...

lunes, 3 de enero de 2011

We´ll always have Paris.


Hace unos años, cuando no sé si era más joven, pero al menos si menos viejo, recuerdo que me gustaba hacer cosas que ahora ni se me pasarían por la cabeza. Entonces, no sé muy bien donde la tenía. Tal vez mi cabeza se había ido con cualquiera de ese millar de mujeres de las que estaba -y estoy- sincrónicamente enamorado -aunque te aseguro que eran unas cuantas más. 
Por ejemplo, me gustaba ir a los aeropuertos a fingir que esperaba a alguien. Cartel en mano, con el primer nombre que se me ocurriese. O el del protagonista de la última novela que había leído. O el de la película que la noche anterior había visto. Obviamente, nunca nadie respondía a mi cartel. Yo, me hacía el ofendido, y me ponía a llorar y a montar una escena digna de una película de Almodóbar. Conseguí así que muchos se riesen de mí, y que me echasen de algún que otro aeropuerto. Ahora lo pienso y me parece que era una estupidez, pero realmente también me sirvió para conocer a algunas de esas mujeres que amé. 
También solía ir a los hospitales con un ramo de rosas, a fingir esperar a que algún ser querido saliese del quirófano. Tampoco salía nunca. De nuevo montaba una escena -debería haber sido actor en lugar de vividor. También me echaron de muchos hospitales, pero también me sirvió para conquistar a alguna que otra mujer de corazón blando. La pena siempre fue mi táctica de conquista favorita. Esto dejé de hacerlo pronto, ya que me pareció que era de mal gusto.
Pero lo que más me gustaba era hacer autoestop en alguna carretera secundaria, y que el coche que parase, pocos a decir verdad, me llevase a donde quisiese. Para volver, lo mismo. Así fue como conocí al señor Gomar -su nombre ya lo he olvidado, o tal vez nunca lo supe. Era un fugitivo. Huía de la injusticia del amor no correspondido. Y también de la policía, que le buscaba por haber robado el coche que conducía. Además era un enamorado del francés -y del idioma también-, de Gil de Biedma y del queso roquefort. Con él crucé por primera vez los Pirineos. Tardamos casi un día entero en llegar de Alicante a París, aunque creo que antes de recogerme él ya llevaba unas horas al volante. Una vez allí todo corrió de su cuenta. La estancia durante más de una semana en los mejores hoteles de le Ville lumière; las cenas, chapagne incluido, en los más prestigiosos restaurantes; también entrada y copas hasta el amanecer en los más caros cabaretes, así como los doscientos cama aparte de cualquiera de las señoritas que alguna de aquellas noches conocíamos. Entonces no le di más vueltas, pero ahora sospecho por todo ese dinero que no solo le perseguían por el robo del coche.
Y recuerdo especialmente una noche que, entre copas, rayas, y señoritas que nos susurraban al oído obscenidades en francés -que yo no entendía- le prometí que cuando me cansase de la vida de vividor él sería mi padrino de bodas, y que cuando tuviese un hijo le pondría su nombre. Él a cambio me prometió que yo sería el padrino de su divorcio.  
Hace poco me escribió desde la cárcel. Me decía que le quedaba poco para salir definitivamente -de hecho, ya habrá salido. También me decía que al final no se divorciaba, que ya no tenía edad para ir robando coches ni huyendo del desamor: el calor de la rutina le había ganado al partida.
A mi me dió vergüenza responderle y decirle que finalmente me había casado, por la iglesia, y no solo no había sido él el padrino, sino que siquiera le había invitado: igual tampoco le hubiesen concedido el permiso carcelario. También me dio vergüenza decirle que en mi luna de hiel volví a París, y no bebí champagne, ni comí queso roquefort, ni pise uno solo de los cabaretes que durante más d una semana fueron nuestro, tal vez único, verdadero hogar. Pero sobre todo me daba vergüenza confesarle que tuve un hijo y no le puse su nombre. Pero eso sí, creo que se hubiese puesto contento si le hubiese dicho que también tuve una hija, y le llamé Carlota.
No paro de llorar desde que recibí su carta. A veces me dan ganas de dejar esta vida de rutina y volver a los aeropuertos con un cartel en el que en mayúsculas ponga: GOMAR; o volver, maleta en mano, a las carreteras secundarias a esperar que me recojas de nuevo en un coche robado. 
Ya sé que has dejado de robar coches, pero no dejo de pensar que, we´ll always have Paris.


1 comentario:

  1. en el fondo será que siempre una parte de nosotros añora y necesita seguir esperando, tener ese porqué lejano, perfilándose más allá de lo que podemos ver..

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