Acababa de terminar la carrera de bellas Artes y tenía algo de dinero ahorrado de algunos cuadros que había vendido, así que decidí ir a Nueva York a probar suerte. Un viejo profesor al que, no sé porque, le había caído bien, me había conseguido una entrevista con el representante de una galería de arte o algo así.
Llegué una noche de agosto con un par de cuadros bajo el brazo, y una vieja maleta de piel que había heredado de mi padre con algo de ropa, y algo de ilusión, aunque no mucho de ninguna de las dos. Esta maleta y la falta de ilusión era todo lo que había heredado de él.
Me hospedé en un cutre hostal de la parte vieja de Manhattan. A la mañana siguiente tenía la reunión. Tenía que ir a Empire State, pero la verdad es que no tenía ni idea de como llegar. El recepcionista, un latino con los brazos completamente tatuados y un aspecto más propio de un mafioso que de un recepcionista, me indicó que metro tenía que tomar y demás.
Le hice caso, y salí en la parada que me había dicho, junto con cientos, quizás miles de personas. Eso era nuevo para mí. Salía del metro con más gente que los habitantes totales del pueblo del que yo venía. Y dejándome llevar por esa masa, me vi en la calle. No tenía ni idea de donde estaba, ni de donde quedaba el edificio que andaba buscando, y eso que era el más alto de toda la ciudad.
Nadie se dejaba preguntar, todo el mundo pasaba rápido, sin hacerme el más mínimo caso. Leyendo el periódico, o escuchando música. O simplemente haciendo como que no iba con ellos. Finalmente una señora se dejó preguntar. Recuerdo que cuando me indicó, señaló hacia el cielo. Hacia la punta del edificio. Yo pensé que me daba igual la parte de arriba, yo lo que quería era entrar por la puerta. Pero lo cierto, es que ahora comprendo que lo que realmente buscaba no era la puerta, entrar me daba igual, lo que buscaba era el cielo, y aquella señora lo debió adivinar en mis ojos.