Hace ya unos años que conocí a un viejo saxofonista. Tocaba en el metro o por las calles de Manhattan a cambio de unos dólares, un cigarro, o simplemente una sonrisa cómplice. De vez en cuando le llamaba algún viejo conocido para que improvisase con él en alguno de los locales de la ya olvidada Calle del Swing.
No tocaba por dinero, ya que provenía de familia acomodada, enriquecida en el Nuevo Mundo con prácticas de dudosa ética. Pero nunca hablaba de eso. Tampoco es que él tuviese culpa. Ni tampoco que fuese eso lo que más me interesase de todo lo que él me podía contar.
Vivía en el Empire State. En la primera planta. “Me dan miedo las alturas” decía cada vez que entre risas y humo de tabaco comentaba que vivía en un rascacielos. Yo le decía que me parecía absurdo: era como tener un deportivo capaz de correr a 200 kilómetros por hora, y aún así no pasar de los 50 porque temes la velocidad. Él sonreía y me daba la razón, pero decía que cuando ves un tío conduciendo un deportivo piensas que correrá a 200. Cuando él le decía a la gente que vivía en el Empire State, ellos fantaseaban con las espectaculares vistas que debería tener cada mañana al correr las cortinas.
Al igual que el del coche no va a 200, él tampoco vive en la punta de la antena del famoso rascacielos. Pero la gente así lo creía. Y además, ellos sabían que siempre que quisiesen podían pisar el acelerador o pulsar el botón más alto del ascensor, y acabar con todos sus miedos. Sin embargo quien por miedo a las alturas o la velocidad no se compra un coche veloz, ni un apartamento en el que fue durante más de cuarenta años el edificio más alto del mundo, jamás podria disponerse a superar esos miedos.
La última vez que viajé a la la ciudad que nunca duerme fui en busca del local donde le conocí, el Blue Note, en la calle 52. Pero la Calle del Swing está ahora colonizada por bancos, tiendas, imponentes edificios y algunos teatros, sin rastro de ese tiempo mítico. La explosión inmobiliaria les ganó la batalla a los viejos clubs de Jazz que en otra época solía frecuentar.
Seguramente mi viejo amigo ya esté muerto -ya era viejo cuando le conocí, y de eso hace más de treinta años- pero aún no puedo evitar sonreír cada vez que recuerdo cuando con esa media sonrisa que le caracterizaba me contaba como las mujeres se estiraban de los pelos para poder amanecer con él en su apartamento, y observar, mientras él las abrazaba, las bonitas vistas de ese mítico rascacielos.
Igual a muchos siga pareciendo una tontería, pero creo que voy a ir al banco que ahora ocupa el lugar del local de Jazz donde le conocí, y voy a pedir un crédito para comprarme un apartamento en la primera planta del edificio que King Kong sí tuvo el valor de coronar, y un deportivo. Aunque quizás debería empezar por buscar un aval o aprender a conducir .
Qualityh
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