Para eso, mejor andar descalzo...

viernes, 28 de enero de 2011

¿Recuerdas aquellos años?

Aquellos años que pasamos subidos a los arboles intentando acariciar el cielo con las yemas de los dedos. Aquellos años en los que construíamos nuestras propios palacios en las copas de los árboles. Esos ya lejanos años, en los que los granos de nuestras caras  delataban en que invertíamos tanto tiempo en el aseo. Los años en los que la forma de declararse a la chica que te gustaba era tirarle piedras, o estirarle de las coletas, con dudosos resultados. Daba igual las piedras que le tirásemos, o el tamaños de éstas. Para ella no éramos más que unos mañacos de tercer curso. Nada comparado con ese rubio de quinto, que era tan guapo, y jugaba tan bien al fútbol. Nunca lo había pensado, pero tal vez sea esa la razón de que odie tanto ese deporte. Aquellos años, cuando hablábamos de nuestro futuro, entonces tan futuro, y ahora, casi sin darnos cuenta, ya tan pasado. Cuando soñábamos con que ser de mayores. La mayoría de vosotros queríais ser bomberos. Por eso de salvar vidas alegabais. A mí lo de salvar vidas siempre me dio un poco igual: bastante he tenido con intentar salvar la mía. Nunca he sido de cambiar el mundo. No se donde leí, o oí, algo que decía más o menos así: “Si no podemos cambiar el mundo, al menos que el mundo no nos cambie a nosotros”. Eso era todo lo que yo os pedía. Algunos me fallasteis. A otros, os fallé yo.
Ninguno de vosotros ha llegado a ser bombero, ni futbolista. Recuerdo que yo era algo más realista, y soñaba con ser astronauta. O inventor. Pensaba que en la universidad encontraría la carrera de inventor. O que para ser astronauta bastaba con saber decir de carrerilla los 9 planetas del Sistema Solar. Aun no los he olvidado, por si acaso llega un día en el que sobra con eso para serlo. 
Muchas noches, cuando ella, la enamorada del chico de quinto curso, harta de mí y de mis ensoñaciones, me manda a dormir al sofá, salgo al balcón de mi casa, que la especulación inmobiliaria construyó donde entonces estaban nuestros hogares de madera y hojas, y miro las estrellas durante un buen rato. Entonces cierro los ojos y me traslado a esos años en los que me bastaba con vosotros para ser feliz. Y sigo imaginando, y por un momento, digo las palabras mágicas, y me convierto en astronauta. O en el futbolista rubio de quinto curso. Y vosotros no me habéis fallado. Ni yo a vosotros.
Ojalá todo fuese tan fácil. Ojalá esto lo solucionase todo. Por si acaso, yo lo sigo repitiendo:
Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón.


sábado, 15 de enero de 2011

Como si se acabara hoy el mundo.



Cariño, ¿y si se acabara hoy el mundo? ¿Y si ésta fuese la última vez que nos miramos? La última vez que nos tocamos, que nos olemos, que nos oímos. Nena. ¿y si fuese ésta la última vez que nos besamos? ¿Que pasaría si no hubiese mañana? Si no hubiese más momento que el ahora, más lugares que el aquí. Más razones que el contigo. ¿Que pasaría si sólo dispusiésemos de este momento? De este instante, casi, pero no eterno. Este todo y esta nada, que no es nada más que eso: nada. Te propongo, pues, que volvamos a crear, y a creer en ese imperio bajo tus sábanas. No recuerdo si de seda, de lino, o de retales de vida por vivir. Ese imperio, más poderoso que ningún otro hasta la fecha. Sin más grandes murallas que me separen de China, o de ti. Sin más fronteras que las que mi dedo dibuje una, y si tú quieres, mil veces sobre tu cuerpo desnudo. Sin más Cesares, ni Napoleones Bonaparte, ni más partes, aparte de nuestros corazones, partidos a partes iguales. Sin más conquistas ni reconquistas, que las del cielo de tu ombligo. 
Sin nada. Ni nadie más que tu y yo. O más bien, nosotros.
Aunque no se acabe hoy el mundo. Promete creer que sí.

sábado, 8 de enero de 2011

Buen viaje.


Hoy me he enterado de que te vas. Me he sentido tan impotente. Ya era demasiado tarde para convencerte de que no lo hicieses. Realmente daba igual; aunque me hubiese enterado ayer. O hace un mes. Hubiese visto tan lejano este día que no hubiese hecho nada por remediarlo. Tampoco creo que hubiese conseguido cambiar tu opinión, en fin, es tu vida. Tú lo sabes mejor que yo. Ya no hay nada que te ate a este lugar. Tampoco nadie. Quizás nunca lo hubo: ni nada ni nadie. No sé muy bien a donde vas. Ni porqué. Solo sé que desde aquí no alcanzaré a verte. Tal vez, estarás tan lejos que no alcanzaré ni tan siquiera a imaginarte. Ya sé que últimamente la cosa se enfrió entre nosotros. No se a quien culpar. Quizás no sea culpa de nadie. O Quizás sean solo imaginaciones mías. Pero siempre que vuelvas, sabes que te estaré esperando. Creo que una parte de mí le gusta esperarte. Me inspira. Pero podrías volver ya para quedarte. Que le den a la inspiración y a las despedidas. En fin, de momento, solo me queda desearte buen viaje, pequeña.

lunes, 3 de enero de 2011

We´ll always have Paris.


Hace unos años, cuando no sé si era más joven, pero al menos si menos viejo, recuerdo que me gustaba hacer cosas que ahora ni se me pasarían por la cabeza. Entonces, no sé muy bien donde la tenía. Tal vez mi cabeza se había ido con cualquiera de ese millar de mujeres de las que estaba -y estoy- sincrónicamente enamorado -aunque te aseguro que eran unas cuantas más. 
Por ejemplo, me gustaba ir a los aeropuertos a fingir que esperaba a alguien. Cartel en mano, con el primer nombre que se me ocurriese. O el del protagonista de la última novela que había leído. O el de la película que la noche anterior había visto. Obviamente, nunca nadie respondía a mi cartel. Yo, me hacía el ofendido, y me ponía a llorar y a montar una escena digna de una película de Almodóbar. Conseguí así que muchos se riesen de mí, y que me echasen de algún que otro aeropuerto. Ahora lo pienso y me parece que era una estupidez, pero realmente también me sirvió para conocer a algunas de esas mujeres que amé. 
También solía ir a los hospitales con un ramo de rosas, a fingir esperar a que algún ser querido saliese del quirófano. Tampoco salía nunca. De nuevo montaba una escena -debería haber sido actor en lugar de vividor. También me echaron de muchos hospitales, pero también me sirvió para conquistar a alguna que otra mujer de corazón blando. La pena siempre fue mi táctica de conquista favorita. Esto dejé de hacerlo pronto, ya que me pareció que era de mal gusto.
Pero lo que más me gustaba era hacer autoestop en alguna carretera secundaria, y que el coche que parase, pocos a decir verdad, me llevase a donde quisiese. Para volver, lo mismo. Así fue como conocí al señor Gomar -su nombre ya lo he olvidado, o tal vez nunca lo supe. Era un fugitivo. Huía de la injusticia del amor no correspondido. Y también de la policía, que le buscaba por haber robado el coche que conducía. Además era un enamorado del francés -y del idioma también-, de Gil de Biedma y del queso roquefort. Con él crucé por primera vez los Pirineos. Tardamos casi un día entero en llegar de Alicante a París, aunque creo que antes de recogerme él ya llevaba unas horas al volante. Una vez allí todo corrió de su cuenta. La estancia durante más de una semana en los mejores hoteles de le Ville lumière; las cenas, chapagne incluido, en los más prestigiosos restaurantes; también entrada y copas hasta el amanecer en los más caros cabaretes, así como los doscientos cama aparte de cualquiera de las señoritas que alguna de aquellas noches conocíamos. Entonces no le di más vueltas, pero ahora sospecho por todo ese dinero que no solo le perseguían por el robo del coche.
Y recuerdo especialmente una noche que, entre copas, rayas, y señoritas que nos susurraban al oído obscenidades en francés -que yo no entendía- le prometí que cuando me cansase de la vida de vividor él sería mi padrino de bodas, y que cuando tuviese un hijo le pondría su nombre. Él a cambio me prometió que yo sería el padrino de su divorcio.  
Hace poco me escribió desde la cárcel. Me decía que le quedaba poco para salir definitivamente -de hecho, ya habrá salido. También me decía que al final no se divorciaba, que ya no tenía edad para ir robando coches ni huyendo del desamor: el calor de la rutina le había ganado al partida.
A mi me dió vergüenza responderle y decirle que finalmente me había casado, por la iglesia, y no solo no había sido él el padrino, sino que siquiera le había invitado: igual tampoco le hubiesen concedido el permiso carcelario. También me dio vergüenza decirle que en mi luna de hiel volví a París, y no bebí champagne, ni comí queso roquefort, ni pise uno solo de los cabaretes que durante más d una semana fueron nuestro, tal vez único, verdadero hogar. Pero sobre todo me daba vergüenza confesarle que tuve un hijo y no le puse su nombre. Pero eso sí, creo que se hubiese puesto contento si le hubiese dicho que también tuve una hija, y le llamé Carlota.
No paro de llorar desde que recibí su carta. A veces me dan ganas de dejar esta vida de rutina y volver a los aeropuertos con un cartel en el que en mayúsculas ponga: GOMAR; o volver, maleta en mano, a las carreteras secundarias a esperar que me recojas de nuevo en un coche robado. 
Ya sé que has dejado de robar coches, pero no dejo de pensar que, we´ll always have Paris.


domingo, 2 de enero de 2011

Sobre putas y sus hijos.


Érase una vez uno más. Uno que pasaba por la vida sin pena ni gloria. Bueno, a decir verdad, con algo más de pena que de gloria. Pero eso le daba igual: que más le da la pena a quien tampoco persigue la gloria. Se conformaba con vivir su vida, sin más, sin prestar atención a lo que la gente decente opinase. Esto le causaba discusiones con familiares, amigos, parejas, e incluso, de cuando en cuando, con la recepcionista del hostal donde se solía hospedar cada vez que su esposa le cerraba la puerta, y sus padres se negaban a abrirsela.
A veces se acostaba con esa recepcionista. Ella era la que le daba lo que su mujer nunca le dio: amor, sexo, y de vez en cuando una cama donde poder dormir. Él, por el contrario, tenía amor, sexo y cama para las dos, y para alguna más, pero ninguna de ellas tardaba mucho en cansarse de sus vicios y sus amantes, y mandarlo de vuelta con la otra -con cualquier otra.
Este tío no trabajaba. Se dedicaba a gastarse todo el dinero -y algo más- que podía sacarles a mujer, padres y amantes en tabaco, alcohol, putas y cocaína.
Este tío era un hijo de la gran puta en toda regla.
Es más, puede que este tío no exista, pero, a decir verdad, ese hijo de puta me cae bien.
Y coño, tampoco es tan diferente a cualquiera otro.