Era una mañana de un Octubre, tan gris como cualquier otro. La niebla que cubría París no permitía ver la punta de la Torre Eiffel, ni las campanas de Notre Damme que un jorobado al que Disney sacó del anonimato, hacía repicar. Tampoco se veían los barcos de los entonces enamorados, y que, tras tanto tiempo, posiblemente ya no lo estén tanto, que paseaban por el Senna. Y al parecer, sobre toda esa niebla revoloteaba una cigüeña con un bebé en el pico, dentro de un miserable trapo blanco y rojo. Esa cigüeña recorrió miles de kilómetros para llevar ese bebé, que era yo, hasta mis padres.
Seguramente, eso nunca ocurriese. Posiblemente simplemente soy una creación de Dios. O del Diablo. Lo cierto es que no soy de esos que se desviven por saber porque viven. Una serie de explosiones en el universo. Un Dios, o varios. Unos pájaros parisinos que se dedican a secuestrar niños para luego repartirlos por el resto del mundo. No lo sé. No me importa. Pero aquí estoy. Creo que eso es lo único importante. Y tal vez a nadie, o casi, le importe que yo esté aquí, igual que a casi nadie le importará cuando un día deje de estarlo. Nunca seré famoso, tampoco lo pretendo.Pero como todo el mundo, he venido a comerme el mundo. Que la vida va en serio, como augura Gil de Biedma, ya me daré cuenta cuando deba hacerlo. O tal vez no lo haga nunca.
Podría preocuparme de si existe Dios, o Buda, o Maradona, igual que podría preocuparme en no beber, evitar el humo de los bares y los tubos de escape. Podría ir al médico, al dentista y misa de doce. Rezar, y dejar de pecar de una vez por todas. Alargaría mi vida unos años, unos meses, o unas horas. Pero la haría tan aburrida que me parecería una eternidad.
Podría llamar al tarot que sale por la tele donde antes salía el porno, para preguntar cuando moriré. Pero lo cierto, es que siempre me han gustado las sorpresas. Espero que la muerte me dé la mejor de mi vida, y llegue tarde y sin tocar al timbre.