Para eso, mejor andar descalzo...
lunes, 26 de diciembre de 2011
Margaritas.
Y para cuando me cansé de deshojar margaritas que no se cansaban de decirme que no me quería, le pregunté. Me respondió que si. Pero no habló. Yo tampoco hablé al preguntarle.
viernes, 2 de septiembre de 2011
El dia de su boda.
-Ya se que nos vemos de cuando en cuando, pero, de un tiempo a esta parte, ya no me dices lo guapo que estoy cada vez que me ves. Yo tampoco te digo lo mucho que te quiero, y no es por que haya dejado de hacerlo.
-Calla por favor, sabes que ya no deberías de decir esas tonterías.
-No son tonterías. Tampoco es ningún reproche.
-¿Y porque vienes ahora con esas? después de tanto tiempo.
-No lo se, quizás nunca se me había ocurrido. O quizás nunca había reunido el valor para decírtelo.
-¿Y porque ahora? ¡El día de mi boda!
-No intento hacerte cambiar de parecer. Cásate. Se feliz. Pero yo nunca olvidaré lo que pudo haber sido y no fue, y no es. Y..... no será.
-¿Y porque no fue? Explícamelo, si tanto me querías.....
-Nuestros intereses siempre han sido diferentes. A mi me interesabas tú. A ti, yo. ¿Pueden haber intereses más contrarios?
-....
miércoles, 24 de agosto de 2011
Tiempo que ganar.
Los años pasaron casi sin que nos diésemos cuenta, o sin que quisiésemos hacerlo, porque lo cierto es que si que nos dimos. Y en un abrir y cerrar de ojos que nos pareció casi eterno ya estábamos todos con pelos en la entrepierna, y alguno que otro, ya recibiendo al extremaunción ante un altar, con una casi desconocida vestida de blanco a su lado derecho (o izquierdo, que más da, nunca me supe el protocolo).
Ya nunca volverían los días de piscina, ni las tardes de porros, ni el lanzarnos piedras. Tampoco las mañanas de fútbol o el quedar para masturbarse en la casa que quedase libre con la peli porno que alguno había encontrado en los cajones de su casa. Ya no queda nada.
Y entonces me di cuenta de que habíamos tenido mucha prisa por crecer, creyendo que el tiempo se nos iba, cuando lo cierto es que lo único que tenemos, todos por igual, es eso, tiempo. Y nada más. Y nada más nos hace falta. Y perderlo es lo mejor que nos pudo pasar.
sábado, 9 de julio de 2011
La puerta al cielo.
Acababa de terminar la carrera de bellas Artes y tenía algo de dinero ahorrado de algunos cuadros que había vendido, así que decidí ir a Nueva York a probar suerte. Un viejo profesor al que, no sé porque, le había caído bien, me había conseguido una entrevista con el representante de una galería de arte o algo así.
Llegué una noche de agosto con un par de cuadros bajo el brazo, y una vieja maleta de piel que había heredado de mi padre con algo de ropa, y algo de ilusión, aunque no mucho de ninguna de las dos. Esta maleta y la falta de ilusión era todo lo que había heredado de él.
Me hospedé en un cutre hostal de la parte vieja de Manhattan. A la mañana siguiente tenía la reunión. Tenía que ir a Empire State, pero la verdad es que no tenía ni idea de como llegar. El recepcionista, un latino con los brazos completamente tatuados y un aspecto más propio de un mafioso que de un recepcionista, me indicó que metro tenía que tomar y demás.
Le hice caso, y salí en la parada que me había dicho, junto con cientos, quizás miles de personas. Eso era nuevo para mí. Salía del metro con más gente que los habitantes totales del pueblo del que yo venía. Y dejándome llevar por esa masa, me vi en la calle. No tenía ni idea de donde estaba, ni de donde quedaba el edificio que andaba buscando, y eso que era el más alto de toda la ciudad.
Nadie se dejaba preguntar, todo el mundo pasaba rápido, sin hacerme el más mínimo caso. Leyendo el periódico, o escuchando música. O simplemente haciendo como que no iba con ellos. Finalmente una señora se dejó preguntar. Recuerdo que cuando me indicó, señaló hacia el cielo. Hacia la punta del edificio. Yo pensé que me daba igual la parte de arriba, yo lo que quería era entrar por la puerta. Pero lo cierto, es que ahora comprendo que lo que realmente buscaba no era la puerta, entrar me daba igual, lo que buscaba era el cielo, y aquella señora lo debió adivinar en mis ojos.
domingo, 26 de junio de 2011
El día de mi boda.
Y cuando el cura me preguntó, contesté que no. Aún no sé porqué, pero creo que ya comienzo a entenderlo. La quería demasiado.
Los invitados, la mayoría completos desconocidos para mí, y algunos también para ella, quedaron en silencio. Tras unos segundos los murmullos le ganaron la batalla, y el silencio se esfumó tan pronto como vino, y tan silenciosamente, que casi nadie, salvo yo, se dio cuenta de que allí estuvo. Creo que la gente esperaba que saliese corriendo al más puro estilo de Julia Roberts. O tal vez que me retractase. Pero no hice ninguna de las dos. No quería casarme, pero tampoco quería huir. No inmediatamente al menos.
Estaba convencido de que quería hacerlo. Casarme. Pero cuando la vi acercarse al altar me di cuenta de que no. No era el momento, no era el lugar, no era la persona. Tal vez, nunca lo sea. Tal vez nadie lo sea. Cuando se acercaba al altar del brazo de su padre, al que odiaba, vi lo guapa que iba. Aunque no lo que lo era. No quería verla envejecer, manteniendo el recuerdo de ese instante.
Aunque la gente crea que envejecer juntos es bonito, no os lo creáis, envejecer es siempre una mierda.
domingo, 10 de abril de 2011
La chica del metro.
Y aquel día, como cualquier otra mañana me subí al metro para estar puntual en ese curro que detestaba, y detesto.
El sol apenas había comenzado a despuntar entre los edificios.
Pensaba que en ese momento, en otro lugar del mundo estaría anocheciendo. En algún otro una pareja follaba como si yo no existiese. De hecho, lo hacían porque seguramente ni siquiera me conocían. Y además, porque en ese momento, yo les daba igual.
En algún otro lugar, alguien moría, y en otro, alguien nacía.
Llevaba los cascos puestos. Escuchaba a Chuck Berry. O The Beatles. No lo recuerdo.
Entonces, cuando parecía que solo iba a ser un viaje como cualquier otro, se abrió la puerta del vagón en una de las muchas paradas del trayecto, y subió ella. Era joven. Demasiado como para que me hubiese fijado en ella. Pero no tuve más remedio. Se sentó frente a mí. Me miraba de reojo con una media sonrisa. Yo más descaradamente. El disimulo nunca se me dio bien.
Llevaba una suerte de mochila, de la que sacó una pequeña libreta y un boli. Trató de escribir algo, pero el boli le dejó en la estacada tal vez en el momento que más lo necesitaba. Tal vez fue una señal del destino para que no hiciese lo que estaba pensando en hacer. Pero ni esa señal, ni ninguna otra le iba a frenar en su empeño. Me miró fijamente con los ojos más grandes que jamás había visto y me pidió un boli. Cogí uno de los que llevaba en el maletín y alargué la mano para dárselo mientras mis ojos buscaban de nuevo los suyos, sin encontrarlos.
Escribió algunas cosas en esa libreta y tachó otras muchas. Finalmente, llegó su parada: la de la universidad. Arrancó la hoja que había estado escribiendo y me la dio envolviendo el bolígrafo. No me dio mi boli, sino el suyo, el que no funcionaba.
En la hoja, entre un montón de palabras tachadas incompresibles pude leer algo. “Me llamo como tu quieras” ponía. También había escrito su numero de teléfono.
Nunca la llame. Ni tan siquiera conservé la hoja. Era un hombre casado. Y quería a mi mujer.
Más tarde, cuando me enteré de que una de las personas que follaba a esas horas era mi mujer, y no era conmigo, me arrepentí de no haber conservado esa hoja llena de tachones.
Tal vez la chica del metro era esa media naranja que llevo toda mi vida buscando. Tal vez no fue mas que una casualidad. Supongo que ella ya se habrá olvidado de mi. Pero yo no he podido olvidar aquello ojos que durante un segundo me miraron.
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