Para eso, mejor andar descalzo...

lunes, 26 de diciembre de 2011

Margaritas.

Y para cuando me cansé de deshojar margaritas que no se cansaban de decirme que no me quería, le pregunté. Me respondió que si. Pero no habló. Yo tampoco hablé al preguntarle.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El dia de su boda.


-Ya se que nos vemos de cuando en cuando, pero, de un tiempo a esta parte, ya no me dices lo guapo que estoy cada vez que me ves. Yo tampoco te digo lo mucho que te quiero, y no es por que haya dejado de hacerlo.
-Calla por favor, sabes que ya no deberías de decir esas tonterías.
-No son tonterías. Tampoco es ningún reproche.
-¿Y porque vienes ahora con esas? después de tanto tiempo.
-No lo se, quizás nunca se me había ocurrido. O quizás nunca había reunido el valor para decírtelo. 
-¿Y porque ahora? ¡El día de mi boda!
-No intento hacerte cambiar de parecer. Cásate. Se feliz. Pero yo nunca olvidaré lo que pudo haber sido y no fue, y no es. Y..... no será.
-¿Y porque no fue? Explícamelo, si tanto me querías.....
-Nuestros intereses siempre han sido diferentes. A mi me interesabas tú. A ti, yo. ¿Pueden haber intereses más contrarios?
-....

miércoles, 24 de agosto de 2011

Tiempo que ganar.


Los años pasaron casi sin que nos diésemos cuenta, o sin que quisiésemos hacerlo, porque lo cierto es que si que nos dimos. Y en un abrir y cerrar de ojos que nos pareció casi eterno ya estábamos todos con pelos en la entrepierna, y alguno que otro, ya recibiendo al extremaunción ante un altar, con una casi desconocida vestida de blanco a su lado derecho (o izquierdo, que más da, nunca me supe el protocolo). 
Ya nunca volverían los días de piscina, ni las tardes de porros, ni el lanzarnos piedras. Tampoco las mañanas de fútbol o el quedar para masturbarse en la casa que quedase libre con la peli porno que alguno había encontrado en los cajones de su casa. Ya no queda nada.
Y entonces me di cuenta de que habíamos tenido mucha prisa por crecer, creyendo que el tiempo se nos iba, cuando lo cierto es que lo único que tenemos, todos por igual, es eso, tiempo. Y nada más. Y nada más nos hace falta. Y perderlo es lo mejor que nos pudo pasar.

sábado, 9 de julio de 2011

La puerta al cielo.

Acababa de terminar la carrera de bellas Artes y tenía algo de dinero ahorrado de algunos cuadros que había vendido, así que decidí ir a Nueva York a probar suerte. Un viejo profesor al que, no sé porque, le había caído bien, me había conseguido una entrevista con el representante de una galería de arte o algo así. 
Llegué una noche de agosto con un par de cuadros bajo el brazo, y una vieja maleta de piel que había heredado de mi padre con algo de ropa, y algo de ilusión, aunque no mucho de ninguna de las dos. Esta maleta y la falta de ilusión era todo lo que había heredado de él. 
Me hospedé en un cutre hostal de la parte vieja de Manhattan. A la mañana siguiente tenía la reunión. Tenía que ir a Empire State, pero la verdad es que no tenía ni idea de como llegar. El recepcionista, un latino con los brazos completamente tatuados y un aspecto más propio de un mafioso que de un recepcionista, me indicó que metro tenía que tomar y demás. 
Le hice caso, y salí en la parada que me había dicho, junto con cientos, quizás miles de personas. Eso era nuevo para mí. Salía del metro con más gente que los habitantes totales del pueblo del que yo venía. Y dejándome llevar por esa masa, me vi en la calle. No tenía ni idea de donde estaba, ni de donde quedaba el edificio que andaba buscando, y eso que era el más alto de toda la ciudad.
Nadie se dejaba preguntar, todo el mundo pasaba rápido, sin hacerme el más mínimo caso. Leyendo el periódico, o escuchando música. O simplemente haciendo como que no iba con ellos. Finalmente una señora se dejó preguntar. Recuerdo que cuando me indicó, señaló hacia el cielo. Hacia la punta del edificio. Yo pensé que me daba igual la parte de arriba, yo lo que quería era entrar por la puerta. Pero lo cierto, es que ahora comprendo que lo que realmente buscaba no era la puerta, entrar me daba igual, lo que buscaba era el cielo, y aquella señora lo debió adivinar en mis ojos.

domingo, 26 de junio de 2011

El día de mi boda.

Y cuando el cura me preguntó, contesté que no. Aún no sé porqué, pero creo que ya comienzo a entenderlo. La quería demasiado.
Los invitados, la mayoría completos desconocidos para mí, y algunos también para ella, quedaron en silencio. Tras unos segundos los murmullos le ganaron la batalla, y el silencio se esfumó tan pronto como vino, y tan silenciosamente, que casi nadie, salvo yo, se dio cuenta de que allí estuvo. Creo que la gente esperaba que saliese corriendo al más puro estilo de Julia Roberts. O tal vez que me retractase. Pero no hice ninguna de las dos. No quería casarme, pero tampoco quería huir. No inmediatamente al menos. 
Estaba convencido de que quería hacerlo. Casarme. Pero cuando la vi acercarse al altar me di cuenta de que no. No era el momento, no era el lugar, no era la persona. Tal vez, nunca lo sea. Tal vez nadie lo sea. Cuando se acercaba al altar del brazo de su padre, al que odiaba, vi lo guapa que iba. Aunque no lo que lo era. No quería verla envejecer, manteniendo el recuerdo de ese instante.
Aunque la gente crea que envejecer juntos es bonito, no os lo creáis, envejecer es siempre una mierda. 

domingo, 10 de abril de 2011

La chica del metro.

Y aquel día, como cualquier otra mañana me subí al metro para estar puntual en ese curro que detestaba, y detesto. 
El sol apenas había comenzado a despuntar entre los edificios. 
Pensaba que en ese momento, en otro lugar del mundo estaría anocheciendo. En algún otro una pareja follaba como si yo no existiese. De hecho, lo hacían porque seguramente ni siquiera me conocían. Y además, porque en ese momento, yo les daba igual. 
En algún otro lugar, alguien moría, y en otro, alguien nacía. 
Llevaba los cascos puestos. Escuchaba a Chuck Berry. O The Beatles. No lo recuerdo. 
Entonces, cuando parecía que solo iba a ser un viaje como cualquier otro, se abrió la puerta del vagón en una de las muchas paradas del trayecto, y subió ella. Era joven. Demasiado como para que me hubiese fijado en ella. Pero no tuve más remedio. Se sentó frente a mí. Me miraba de reojo con una media sonrisa. Yo más descaradamente. El disimulo nunca se me dio bien. 
Llevaba una suerte de mochila, de la que sacó una pequeña libreta y un boli. Trató de escribir algo, pero el boli le dejó en la estacada tal vez en el momento que más lo necesitaba. Tal vez fue una señal del destino para que no hiciese lo que estaba pensando en hacer. Pero ni esa señal, ni ninguna otra le iba a frenar en su empeño. Me miró fijamente con los ojos más grandes que jamás había visto y me pidió un boli. Cogí uno de los que llevaba en el maletín y alargué la mano para dárselo mientras mis ojos buscaban de nuevo los suyos, sin encontrarlos. 
Escribió algunas cosas en esa libreta y tachó otras muchas. Finalmente, llegó su parada: la de la universidad. Arrancó la hoja que había estado escribiendo y me la dio envolviendo el bolígrafo. No me dio mi boli, sino el suyo, el que no funcionaba. 
En la hoja, entre un montón de palabras tachadas incompresibles pude leer algo. “Me llamo como tu quieras” ponía. También había escrito su numero de teléfono. 
Nunca la llame. Ni tan siquiera conservé la hoja. Era un hombre casado. Y quería a mi mujer.
Más tarde, cuando me enteré de que una de las personas que follaba a esas horas era mi mujer, y no era conmigo, me arrepentí de no haber conservado esa hoja llena de tachones. 
Tal vez la chica del metro era esa media naranja que llevo toda mi vida buscando. Tal vez no fue mas que una casualidad. Supongo que ella ya se habrá olvidado de mi. Pero yo no he podido olvidar aquello ojos que durante un segundo me miraron. 

martes, 15 de marzo de 2011

Sentir o sentir.

Siento que cada beso que nos damos sea el último… aunque vengan otros después. 
Siento que cada te quiero que pasa por mi mente, por mi garganta, no se oiga... porque no se diga.
Siento mucho no sentir el tacto suave de tus dedos deslizándose por mi espalda... como siempre.
Siento que mis manos no recorran tu cuerpo como siempre quisiste… como nunca sentiste.
Siento que cada noche no sea eterna, y que el sol rompa cada mañana el hilo que nos mantiene unidos en sueños. 
Siento que ésta sea la última vez… y más siento que no sea la primera. 
Siento morderte los labios en cada ataque apasionado que desatabas con tu mirada… siento no hacerlo ahora..
Siento haber reído a tu lado para olvidarlo todo… y a todos. 
Siento no haber llorado cuando entre lágrimas me lo pedías… y me exigías.
Siento que el póster de la pared sea de Elvis, y no de los Beatles como a ti te gustaría.
Siento si te ofendo con mis actos… aunque siento no ofenderme.
Siento perderte. Más siento no haberte ganado nunca.
Siento sentir tantas cosas… y sentir tan pocas.


Cécile & Vallés

lunes, 14 de marzo de 2011

Sentir o no sentir.

Siento que cada beso, incluso el primero, sea el último. Aunque venga otro después. 
Siento que cada te quiero, no se oiga, porque no se diga.
Siento mucho que esos dedos no me toquen como siempre.
Siento que estos dedos no te toquen como nunca.
Siento que cada noche no sea eterna. Y venga mañana una mañana a despertarnos de dormir. O tal vez, tan solo de soñar. 
Siento que esta sea la última vez.
Siento que no sea la primera. 
Siento morderte los labios. 
Siento no hacerlo.
Siento haber reído. 
Siento no haber llorado cuando debía.
Siento que el póster de la pared sea de Elvis, y no de los Beatles como a ti te gustaría.
Siento si te ofendo.
Siento perderte.
Siento, no haberte ganado todavía.
Siento sentir tantas cosas. 
Y sentir tan pocas.


sábado, 5 de marzo de 2011

Amaneceres.


Recuerdo la primera vez que me invitaste a subir a tu piso. Era un sábado, o un viernes, no lo recuerdo bien. Sería febrero. Llovía, y el frío calaba hasta el último rincón de mi alma. Bastante caliente por aquel entonces. Recuerdo que los primeros rayos de sol ya comenzaban a despuntar por entre las antenas y pararrayos de las chabolas verticales de tu barrio. No hizo falta un “¿Subes?”. No hicieron falta palabras. Más que un gesto con la cabeza, y un beso para cerrar el trato. Subimos al ascensor, que no nos llevó al séptimo cielo. Ni siquiera al primero. Pero se estaba bien, allí donde fuese que nos había llevado. El frío seguía calándome, pero tú supiste bien como acabar con él. Bastó con una última copa entre tus brazos, y un puñado de besos en el momento, y en lugar oportuno.

Continuamos estudiándonos mutuamente durante largo rato. Posiblemente, incluso horas. No teníamos ningún trabajo al que asistir, ni ningún tren que perder. Fuera de tu habitación el mundo se podría haber ido a tomar por culo. No nos hubiese importado.

Tus últimas prendas comenzaban a tocar el suelo. Dejando a cambio una dosis de realidad. A veces agradable, y otras, no tanto. Recuerdo, por ejemplo, la decepción que me dieron tus tetas. Aparentaban mucho más bajo el sujetador. Y de hecho, fueron ellas las que en gran parte me llevaron hasta allí, y no tus ojos verdes, del mismo color que la yerba que solías fumar, como te había prometido. Como te había mentido. Una por otra. Me enseñaste así a no fiarme más de las mujeres. Con ropa, siempre engañan. Sin ella, no son capaces.

Recuerdo el olor a saliva, sudor, y tal vez, en los últimos instantes, incluso se oliese un poco el amor que quería salir, aunque ninguno de los dos se lo permitimos. Recuerdo cuando al día siguiente me fui, mojándome todo el camino hasta casa. No me importaba. Y también recuerdo lo que me costó quitarme el olor a coño de los dedos.

Sabes de sobra que no fuiste la primera, y que vinieron otras después, pero ése fue sin duda, mi mejor amanecer.


martes, 15 de febrero de 2011

La cigüeña.

Era una mañana de un Octubre, tan gris como cualquier otro. La niebla que cubría París no permitía ver la punta de la Torre Eiffel, ni las campanas de Notre Damme que un jorobado al que Disney sacó del anonimato, hacía repicar. Tampoco se veían los barcos de los entonces enamorados, y que, tras tanto tiempo, posiblemente ya no lo estén tanto, que paseaban por el Senna. Y al parecer, sobre toda esa niebla revoloteaba una cigüeña con un bebé en el pico, dentro de un miserable trapo blanco y rojo. Esa cigüeña recorrió miles de kilómetros para llevar ese bebé, que era yo, hasta mis padres.
 Seguramente, eso nunca ocurriese. Posiblemente simplemente soy una creación de Dios. O del Diablo. Lo cierto es que no soy de esos que se desviven por saber porque viven. Una serie de explosiones en el universo. Un Dios, o varios. Unos pájaros parisinos que se dedican a secuestrar niños para luego repartirlos por el resto del mundo. No lo sé. No me importa. Pero aquí estoy. Creo que eso es lo único importante. Y tal vez a nadie, o casi, le importe que yo esté aquí, igual que a casi nadie le importará cuando un día deje de estarlo. Nunca seré famoso, tampoco lo pretendo.Pero como todo el mundo, he venido a comerme el mundo. Que la vida va en serio, como augura Gil de Biedma, ya me daré cuenta cuando deba hacerlo. O tal vez no lo haga nunca.
Podría preocuparme de si existe Dios, o Buda, o Maradona, igual que podría preocuparme en no beber, evitar el humo de los bares y los tubos de escape. Podría ir al médico, al dentista y misa de doce. Rezar, y dejar de pecar de una vez por todas. Alargaría mi vida unos años, unos meses, o unas horas. Pero la haría tan aburrida que me parecería una eternidad.
 Podría llamar al tarot que sale por la tele donde antes salía el porno, para preguntar cuando moriré. Pero lo cierto, es que siempre me han gustado las sorpresas. Espero que la muerte me dé la mejor de mi vida, y llegue tarde y sin tocar al timbre.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Para no llegar a viejo.

Hoy me he puesto a pensar. A pensar un poco en todo. A pensar en lo que soy. Y en lo que he sido. Y no añoré nada de lo que fui y ya no soy. El que tuvo, retuvo. O eso dicen, aunque yo no esté del todo de acuerdo. Añoré lo que nunca fui, y me temo, que ya nunca seré.
Pensé que nunca pintaría un Guernica o una Maja, aunque ésta fuese vestida. Me falta talento. Como también me falta talento para esculpir un David, o a otro tío cualquiera. Nunca compondré una quinta sinfonía. O una sexta, o una séptima. Ni siquiera compondré una primera.
Tampoco seré nunca milico en Argentina. O magnate del petróleo. O presidente de cualquier país de segunda. O de primera. Para esto, creo que lo que me sobran, son escrúpulos.
Pensé que nunca sería guerrillero en Chiapas. En fin, me falta valor. Como también me falta para ser atracador de bancos. Para ser narco en Ciudad Juárez. O para ser torero. Aunque para esto último se unen mi falta de valor y mi sobra de escrúpulos.
Algunos sábados de madrugada, también pienso que tampoco fui, ni seré nunca viejo. O al menos, no quiero serlo nunca. Creo que no valgo para eso.
Una manera de no ser nunca viejo sería suicidarme, pero para eso me hace falta talento, desidia y un par de huevos. Pero sobre todo, para morir, lo que me faltan son ganas

viernes, 28 de enero de 2011

¿Recuerdas aquellos años?

Aquellos años que pasamos subidos a los arboles intentando acariciar el cielo con las yemas de los dedos. Aquellos años en los que construíamos nuestras propios palacios en las copas de los árboles. Esos ya lejanos años, en los que los granos de nuestras caras  delataban en que invertíamos tanto tiempo en el aseo. Los años en los que la forma de declararse a la chica que te gustaba era tirarle piedras, o estirarle de las coletas, con dudosos resultados. Daba igual las piedras que le tirásemos, o el tamaños de éstas. Para ella no éramos más que unos mañacos de tercer curso. Nada comparado con ese rubio de quinto, que era tan guapo, y jugaba tan bien al fútbol. Nunca lo había pensado, pero tal vez sea esa la razón de que odie tanto ese deporte. Aquellos años, cuando hablábamos de nuestro futuro, entonces tan futuro, y ahora, casi sin darnos cuenta, ya tan pasado. Cuando soñábamos con que ser de mayores. La mayoría de vosotros queríais ser bomberos. Por eso de salvar vidas alegabais. A mí lo de salvar vidas siempre me dio un poco igual: bastante he tenido con intentar salvar la mía. Nunca he sido de cambiar el mundo. No se donde leí, o oí, algo que decía más o menos así: “Si no podemos cambiar el mundo, al menos que el mundo no nos cambie a nosotros”. Eso era todo lo que yo os pedía. Algunos me fallasteis. A otros, os fallé yo.
Ninguno de vosotros ha llegado a ser bombero, ni futbolista. Recuerdo que yo era algo más realista, y soñaba con ser astronauta. O inventor. Pensaba que en la universidad encontraría la carrera de inventor. O que para ser astronauta bastaba con saber decir de carrerilla los 9 planetas del Sistema Solar. Aun no los he olvidado, por si acaso llega un día en el que sobra con eso para serlo. 
Muchas noches, cuando ella, la enamorada del chico de quinto curso, harta de mí y de mis ensoñaciones, me manda a dormir al sofá, salgo al balcón de mi casa, que la especulación inmobiliaria construyó donde entonces estaban nuestros hogares de madera y hojas, y miro las estrellas durante un buen rato. Entonces cierro los ojos y me traslado a esos años en los que me bastaba con vosotros para ser feliz. Y sigo imaginando, y por un momento, digo las palabras mágicas, y me convierto en astronauta. O en el futbolista rubio de quinto curso. Y vosotros no me habéis fallado. Ni yo a vosotros.
Ojalá todo fuese tan fácil. Ojalá esto lo solucionase todo. Por si acaso, yo lo sigo repitiendo:
Mercurio, Venus, La Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón.


sábado, 15 de enero de 2011

Como si se acabara hoy el mundo.



Cariño, ¿y si se acabara hoy el mundo? ¿Y si ésta fuese la última vez que nos miramos? La última vez que nos tocamos, que nos olemos, que nos oímos. Nena. ¿y si fuese ésta la última vez que nos besamos? ¿Que pasaría si no hubiese mañana? Si no hubiese más momento que el ahora, más lugares que el aquí. Más razones que el contigo. ¿Que pasaría si sólo dispusiésemos de este momento? De este instante, casi, pero no eterno. Este todo y esta nada, que no es nada más que eso: nada. Te propongo, pues, que volvamos a crear, y a creer en ese imperio bajo tus sábanas. No recuerdo si de seda, de lino, o de retales de vida por vivir. Ese imperio, más poderoso que ningún otro hasta la fecha. Sin más grandes murallas que me separen de China, o de ti. Sin más fronteras que las que mi dedo dibuje una, y si tú quieres, mil veces sobre tu cuerpo desnudo. Sin más Cesares, ni Napoleones Bonaparte, ni más partes, aparte de nuestros corazones, partidos a partes iguales. Sin más conquistas ni reconquistas, que las del cielo de tu ombligo. 
Sin nada. Ni nadie más que tu y yo. O más bien, nosotros.
Aunque no se acabe hoy el mundo. Promete creer que sí.

sábado, 8 de enero de 2011

Buen viaje.


Hoy me he enterado de que te vas. Me he sentido tan impotente. Ya era demasiado tarde para convencerte de que no lo hicieses. Realmente daba igual; aunque me hubiese enterado ayer. O hace un mes. Hubiese visto tan lejano este día que no hubiese hecho nada por remediarlo. Tampoco creo que hubiese conseguido cambiar tu opinión, en fin, es tu vida. Tú lo sabes mejor que yo. Ya no hay nada que te ate a este lugar. Tampoco nadie. Quizás nunca lo hubo: ni nada ni nadie. No sé muy bien a donde vas. Ni porqué. Solo sé que desde aquí no alcanzaré a verte. Tal vez, estarás tan lejos que no alcanzaré ni tan siquiera a imaginarte. Ya sé que últimamente la cosa se enfrió entre nosotros. No se a quien culpar. Quizás no sea culpa de nadie. O Quizás sean solo imaginaciones mías. Pero siempre que vuelvas, sabes que te estaré esperando. Creo que una parte de mí le gusta esperarte. Me inspira. Pero podrías volver ya para quedarte. Que le den a la inspiración y a las despedidas. En fin, de momento, solo me queda desearte buen viaje, pequeña.

lunes, 3 de enero de 2011

We´ll always have Paris.


Hace unos años, cuando no sé si era más joven, pero al menos si menos viejo, recuerdo que me gustaba hacer cosas que ahora ni se me pasarían por la cabeza. Entonces, no sé muy bien donde la tenía. Tal vez mi cabeza se había ido con cualquiera de ese millar de mujeres de las que estaba -y estoy- sincrónicamente enamorado -aunque te aseguro que eran unas cuantas más. 
Por ejemplo, me gustaba ir a los aeropuertos a fingir que esperaba a alguien. Cartel en mano, con el primer nombre que se me ocurriese. O el del protagonista de la última novela que había leído. O el de la película que la noche anterior había visto. Obviamente, nunca nadie respondía a mi cartel. Yo, me hacía el ofendido, y me ponía a llorar y a montar una escena digna de una película de Almodóbar. Conseguí así que muchos se riesen de mí, y que me echasen de algún que otro aeropuerto. Ahora lo pienso y me parece que era una estupidez, pero realmente también me sirvió para conocer a algunas de esas mujeres que amé. 
También solía ir a los hospitales con un ramo de rosas, a fingir esperar a que algún ser querido saliese del quirófano. Tampoco salía nunca. De nuevo montaba una escena -debería haber sido actor en lugar de vividor. También me echaron de muchos hospitales, pero también me sirvió para conquistar a alguna que otra mujer de corazón blando. La pena siempre fue mi táctica de conquista favorita. Esto dejé de hacerlo pronto, ya que me pareció que era de mal gusto.
Pero lo que más me gustaba era hacer autoestop en alguna carretera secundaria, y que el coche que parase, pocos a decir verdad, me llevase a donde quisiese. Para volver, lo mismo. Así fue como conocí al señor Gomar -su nombre ya lo he olvidado, o tal vez nunca lo supe. Era un fugitivo. Huía de la injusticia del amor no correspondido. Y también de la policía, que le buscaba por haber robado el coche que conducía. Además era un enamorado del francés -y del idioma también-, de Gil de Biedma y del queso roquefort. Con él crucé por primera vez los Pirineos. Tardamos casi un día entero en llegar de Alicante a París, aunque creo que antes de recogerme él ya llevaba unas horas al volante. Una vez allí todo corrió de su cuenta. La estancia durante más de una semana en los mejores hoteles de le Ville lumière; las cenas, chapagne incluido, en los más prestigiosos restaurantes; también entrada y copas hasta el amanecer en los más caros cabaretes, así como los doscientos cama aparte de cualquiera de las señoritas que alguna de aquellas noches conocíamos. Entonces no le di más vueltas, pero ahora sospecho por todo ese dinero que no solo le perseguían por el robo del coche.
Y recuerdo especialmente una noche que, entre copas, rayas, y señoritas que nos susurraban al oído obscenidades en francés -que yo no entendía- le prometí que cuando me cansase de la vida de vividor él sería mi padrino de bodas, y que cuando tuviese un hijo le pondría su nombre. Él a cambio me prometió que yo sería el padrino de su divorcio.  
Hace poco me escribió desde la cárcel. Me decía que le quedaba poco para salir definitivamente -de hecho, ya habrá salido. También me decía que al final no se divorciaba, que ya no tenía edad para ir robando coches ni huyendo del desamor: el calor de la rutina le había ganado al partida.
A mi me dió vergüenza responderle y decirle que finalmente me había casado, por la iglesia, y no solo no había sido él el padrino, sino que siquiera le había invitado: igual tampoco le hubiesen concedido el permiso carcelario. También me dio vergüenza decirle que en mi luna de hiel volví a París, y no bebí champagne, ni comí queso roquefort, ni pise uno solo de los cabaretes que durante más d una semana fueron nuestro, tal vez único, verdadero hogar. Pero sobre todo me daba vergüenza confesarle que tuve un hijo y no le puse su nombre. Pero eso sí, creo que se hubiese puesto contento si le hubiese dicho que también tuve una hija, y le llamé Carlota.
No paro de llorar desde que recibí su carta. A veces me dan ganas de dejar esta vida de rutina y volver a los aeropuertos con un cartel en el que en mayúsculas ponga: GOMAR; o volver, maleta en mano, a las carreteras secundarias a esperar que me recojas de nuevo en un coche robado. 
Ya sé que has dejado de robar coches, pero no dejo de pensar que, we´ll always have Paris.


domingo, 2 de enero de 2011

Sobre putas y sus hijos.


Érase una vez uno más. Uno que pasaba por la vida sin pena ni gloria. Bueno, a decir verdad, con algo más de pena que de gloria. Pero eso le daba igual: que más le da la pena a quien tampoco persigue la gloria. Se conformaba con vivir su vida, sin más, sin prestar atención a lo que la gente decente opinase. Esto le causaba discusiones con familiares, amigos, parejas, e incluso, de cuando en cuando, con la recepcionista del hostal donde se solía hospedar cada vez que su esposa le cerraba la puerta, y sus padres se negaban a abrirsela.
A veces se acostaba con esa recepcionista. Ella era la que le daba lo que su mujer nunca le dio: amor, sexo, y de vez en cuando una cama donde poder dormir. Él, por el contrario, tenía amor, sexo y cama para las dos, y para alguna más, pero ninguna de ellas tardaba mucho en cansarse de sus vicios y sus amantes, y mandarlo de vuelta con la otra -con cualquier otra.
Este tío no trabajaba. Se dedicaba a gastarse todo el dinero -y algo más- que podía sacarles a mujer, padres y amantes en tabaco, alcohol, putas y cocaína.
Este tío era un hijo de la gran puta en toda regla.
Es más, puede que este tío no exista, pero, a decir verdad, ese hijo de puta me cae bien.
Y coño, tampoco es tan diferente a cualquiera otro.